Se
resquebraja mi orden y me enervo cuando me asalta la sombra de lo imprevisible.
Enfurezco
cuando dudo por un momento aunque haya repasado los pros y los contras al
milímetro.
Me
irrita cuando faltan páginas a la agenda y mojo mis zapatos nuevos en los
charcos aunque la previsión meteorológica anunciaba sol radiante.
Porque
todo es fácil bajo el cálculo metódico y el porcentaje de fallo es mínimo.
Porque
corro una maratón de quehaceres para luego poder relajarme, y cuando tengo un respiro,
me aburro.
Porque
me aburre mi voz al escucharme y constatar mis contradicciones.
Porque
odio la idea de mostrar mis puntos débiles entre renglones y distorsiono los
mensajes para disimular, casi siempre sin éxito.
Y es
que me enervo cuando se resquebraja mi orden y lo fortuito insiste en iluminar
el sendero más largo con traviesas luciérnagas, mientras maldigo el tiempo
perdido en encontrar el mejor atajo.
Pero
me pica el gusanillo de lo repentino por más pisotones que dedique a aplastarlo
con los zapatos mojados y las agujas del reloj perdidas en el atajo. Y es
entonces cuando repentinamente hago lo opuesto a lo previsto y me enervo por
resquebrajar mi orden a conciencia, mientras las mariposas de lo sorprendente
ronronean por mi ajetreada agenda de tedios.